Monday 29 June 2020

Andrea Romani a ICTE: Educación como Desarrollo Humano (quarta parte)

“EDUCERE”


La palabra educación deriva de “ex” (que quiere decir “de” o “desde”) y de “ducere” (que quiere decir “conducir” o “guiar”). El sentido sería él de “conducir afuera, sacándolo desde adentro”, o de “sacar afuera”. Por lo tanto, educar al hombre sería “sacar afuera el hombre”, hacerlo crecer: hacer surgir el hombre total, que ya está presente, come germen. 


Nuestros antepasados, utilizando este término seguramente ya habían entendido cuales podían ser los errores más graves de una falsa educación. Los hemos visto: el escepticismo (la duda sistemática), el individualismo (la ausencia de relaciones estables), la imposición (poner arriba una carga) y la oposición (poner algo en contra). Con esta inteligente y visual palabra (“sacar afuera”), se eliminan todas estas posturas erróneas, porque se elimina el hecho de que el adulto pueda “poner adentro” algo en el joven. 


La educación no es un llenar al joven de nociones, un “poner adentro”, sino un “sacar afuera”. El máximo error, que sintetiza los errores de todas las falsas educaciones, es el “poner adentro”; y, muchas veces, con el auxilio de fuerzas impositivas de distinto tipo. Se pretende poner, adentro del corazón, de la mente y de la consciencia del joven, algo que nos parezca importante y necesario. 


El “poner adentro” incluye oposición, siendo que el joven ser humano no está hecho para que se le ponga adentro algo, sino porque se le saque lo que él tiene que ser. El “poner adentro” incluye también imposición, porque el joven será “llenado” según lo que dicen algunos programas o algunas ideologías ya hechas. El “poner adentro” incluye escepticismo, siendo que un maestro pone adentro su idea y otro maestro una contraria, así que el joven duda de cuál sea la verdad. El “poner adentro” incluye individualismo, porque es un nocionismo en el cual reina el desinterés del maestro por la humanidad del alumno. 


Nosotros, la mayoría de las veces, no tomamos en cuenta el hecho que el joven ya tiene en sí mismo las semillas de todas las verdades. Nosotros, seamos padres o profesores, no somos los dueños de la consciencia y de las verdades conocidas por un hombre. 


Por lo tanto, para traducir la palabra “educación” en el contexto de hoy, yo tendría que utilizar un término sintético que exprese la compañía de ayuda desinteresada que pueda establecerse entre un hombre adulto y un hombre más joven. El hombre adulto (que habíamos llamado “provocador”) acompaña al joven hacia su personal destino y su propia realización. La palabra “acompañar” (o “acompañamiento”) podría ser la que mejor substituya, para entendernos, la palabra “educación”, identificando la relación educativa en su esencia. 



AUTORIDAD y ALUMNO


El proceso educativo que, por todo lo que hemos visto, es una relación humana se compone de dos factores: la autoridad y el alumno. 

 

El provocador, presencia importantísima para la educación, se llama, tradicionalmente, “autoridad”: y seriamos nosotros adultos, padres y maestros. Sé que la palabra “autoridad” conlleva consigo muchas falsas interpretaciones y muchos abusos. Pero, la raíz latina de esta palabra es muy hermosa: se deriva del verbo “augeo”, que significa “aumentar”, “hacer más grande”, “hacer crecer”. Por lo tanto, esta palabra se une magníficamente con la otra (“educación”): la autoridad no es aquél que impone o pone a fuerzas algo adentro, sino es aquél que hace crecer el germen que hay adentro. 


Podríamos substituir la palabra autoridad, si a ustedes les parece, con la palabra “provocación” o con la palabra “compañía”, que tal vez se ven menos deturpadas en la historia de sus utilizaciones. Podríamos decir que la educación es un acompañamiento provocativo. Una compañía es algo vivo y viviente, algo comprometido contigo, algo que se interesa por ti, algo plenamente humano, y, por lo tanto, algo provocativo. Una compañía provocativa saca lo que está adentro, lo que no llegaría a su madurez si nada de externo lo provocara.


Hablo del alumno por segundo, pero él tiene el primer lugar. El alumno es el centro del proceso educativo: es alrededor del joven que se mueve este humilde trabajo. Espero que ustedes no pongan jamás su persona o su cabeza al centro en algo educativo. La guía consiste en el servicio desinteresado, que no quiere ni recompensas ni agradecimientos. Cuando un joven se vuelve grande y hace su propia vida, deberíamos poder decir: “somos siervos inútiles”. 


La palabra “alumno” se deriva también del latín: de “álere”, que significa “respirar”; de aquí, entendemos también la palabra “aliento”. El aliento era, para los antiguos, el signo propio de la vida; el temblar de una vela encendida bajo la nariz daba el signo de la presencia de un cuerpo todavía viviente. El alumno es aquél que desea la vida, que busca la vida, que está en vías de desarrollar siempre más su vida, su personalidad, su libertad. 


Si el alumno es el centro de la relación maestro-alumno, el fin de toda educación es que se desarrolle en él la vida en su plenitud. La vida en su plenitud es la libertad. El fin de la educación es que maduren hombres libres. Esta perspectiva hace cambiar la manera de ver una escuela y pone una cierta sombra de sacrificio en nuestras tareas de educadores, siempre en peligro de ser posesivos y de manipular. 


PROPUESTA 


En la edad evolutiva hay muchos y repentinos cambios y llega el momento en el cual el padre o el maestro tienen que dejar que el joven se aleje siempre un poco más de ellos, para que pueda averiguar lo que aprendió, para que pueda darse cuenta de la realidad, para que pueda aplicar las verdades conocidas, para que pueda ponerlas a la confrontación con los demás. Esta lejanía es, en realidad, una apariencia de lejanía: el joven se va a sentir, si lo dejamos libre (siguiéndolo como con la cola del ojo y siempre estando disponibles a él y queriéndolo), más unido con nosotros, más amigo, más ligado también afectivamente. 


Los dos factores (autoridad y alumno) están en relación entre sí. Esta relación es un camino en el cual, a la vez, como hemos visto, progresan los dos y, en particular, el joven logra su libertad de hombre adulto. En este camino, se necesita mucho ánimo por parte de la autoridad: el joven es un ser en acción, necesita que le usemos paciencia; que le dediquemos tiempo; que nos apliquemos a los problemas de su vida; que seamos al mismo tiempo exigentes e indulgentes. Necesita, sobre todo, que confiemos en su responsabilidad y en su libertad. 


En la edad en que, crecido el niño, se despierta la libertad del adolescente, él encuentra, en su relación con el educador, no únicamente verdades científicas, sino también valores (o sea verdades que valen para la existencia humana como tal). El niño pequeño no se hacía problemas sobre ellas: le pasaban como por ósmosis del contacto con sus papás y sus maestros; el adolescente, al contrario, empieza a ponerlas en duda, a meterse en problemas, a confrontar, a buscar afuera, a ver si hay un camino verdadero. Es aquí en donde más vale todo lo que hemos dicho hasta ahora.


La mejor postura (siendo que yo, padre o maestro, no podría no ser lo que soy, ni mostrarme a él como “neutro” y sin valores) es la de la “propuesta”. Se trata de una propuesta a la libertad. Hay momentos en que el joven pondrá en crisis todo lo que le hemos dado; y, si le hemos impuesto algo, se rebelará. Si le hemos propuesto lo que somos en libertad, apreciará y amará quien le dejo la libertad de elegir, aun si él se ira por un camino de valores distinto de lo que le habíamos propuesto. La gran lucha de un educador es que él trabaja para la libertad.


Los educadores realizan la tarea más grande de la vida, es una aventura y un arte al mismo tiempo. Ser una compañía provocativa hacia una humanidad libre y responsable. No deserten su tarea; la necesitamos. Por mi parte, creo que, para un hombre, haber cumplido esta tarea sea su más rica herencia y su más grato testamento para sus hijos, alumnos y todos.


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