Joanne Rowling no había nacido aún en 1946, cuando Frank Capra dio al mundo del cine la encantadora película ¡Qué bello es vivir!, donde aparece por primera vez el nefasto nombre de Harry Potter. También el Harry Potter del film de Frank Capra se dedica  a su “magia” (por cierto hoy muy alabada): la “magia” de acumular dinero y desaparecer a quienes tratan de crear algo realmente útil, positivo y solidario. En efecto, en el film de Capra, se llama Harry Potter un emprendedor/banquero, muy seguro de sí mismo, con una sola idea clara en su vida: poseer lo más que  pueda y acabar con la labor  de George Bailey, director de una generosa asociación de préstamos. El astuto Harry Potter tiene en sus manos la entera ciudad que, en la película, se llamará muy significativamente Potterville (una ciudad sin alma, sin amigos, sin caridad). 

La romántica pero lúcida y verídica historia de ¡Qué bello es vivir!, se desarrolla en América, en los años veinte del siglo pasado. “You are now en Bedford falls” dice un letrero, mientras escuchamos, en los cielos, un diálogo entre san José y un ángel de segunda categoría: es Clarence que, desde hace más de 200 años, espera ganarse sus alas, proceso muy lento, puesto que él pasa su tiempo leyendo a Mark Twain. La lucha entre el ángel amante de la literatura y el empresario amante del poder se juega, en un drama intenso, durante una noche de Navidad, con la nieve que cae intensa: toda la vida de George Bailey está al borde del abismo, cubierta de una malla de pesada oscuridad. Ya no hay esperanza para él: la astucia de Harry Potter ha puesto en mortal peligro su honor y ha destruido su labor de años (una actividad que él detestaba, en verdad, pero de la que conocía el valor y a la que se había sacrificado con un espíritu y un gozo profundamente humanos). La lógica de acero  de Potter logra acabar con el pasado, el presente y el futuro de Bailey y de la gente que confía en él. Será tarea de Clarence hacerle recobrar el coraje y la alegría de vivir. Y, como Job, sin esperarlo ni pedirlo, nuestro héroe (un James Stewart inolvidable) recibirá el doble o quizás  el triple del valor de su deuda. Dos puntos son vitales en la película. 1.  Vemos a un joven (George Bailey) que está dispuesto a renunciar a su sueño de “construir el puente más largo del mundo”, para quedarse en una oficina y continuar la pequeñísima y modesta actividad de su padre, en la que dos empleados y el tío Billy prestan dinero sin usura a los pobres, para que puedan construirse una casa, abrir un negocio y vivir  con decoro. No es fácil actuar así. 2. Vemos a un adulto (Harry Potter), siempre ávido de poder, que en su alta y ostentosa silla piensa que siempre tiene la razón y que todo le pertenece, hasta el alma de George. Y no es fácil decir que no cuando le propone un jugoso contrato que asegura su futuro y le da la posibilidad de realizar sus sueños, tan hermosos y también tan egoístas. Pero de solidaridad está tejida la vida de George y esta princesa entre las virtudes requiere mucho desapego de sí mismo. Enemigo de la solidaridad es, por ejemplo, hoy, el Estado, con sus burocracias sin sentido, con sus leyes que aplica al azar, con su lógica de inflexible dureza hacia algunos y de elástica largueza hacia otros. Enemigos de la solidaridad son los hombres que por odio, por envidia o en nombre de no se sabe qué, se dedican a destruir. Enemigo de la solidaridad es el corazón ciego, soberbio  e incapaz de discernir. ¡Qué bello es vivir!  tiene un final feliz. La solidaridad gana su batalla y George, rodeado por su gente, será “el hombre más rico” de Bedford Fall, mientras el sonido gracioso de una campanita nos avisará que Clarence se ha ganado sus alas. Esta película habla con dulzura a tantos de nosotros que han sufrido y sufren las injustas maniobras de los Harry Potter, quienes más tarde que temprano salen del escenario, mientras los George Bailey, después de la prueba y de una desesperación que parece sin salida, volverán a hacer siempre lo mismo: amar a Dios y al prójimo. Por eso, precisamente por eso, es posible globalizar la solidaridad, pues el bien permanece para siempre, pero el mal concreto e histórico, no. Si sobre este tema prefieren leer una novela, les sugiero: Leed en mi corazón de Maxence Van Der Meersch.